Ridícula radícula

El otro día no sé quién mandó a un grupo de whatsapp un vídeo de un tipo arrodillado en la hierba. Antes de abrirlo, al ver la imagen lo primero que pensé como gilipollas fue: a otro que le ha tocado escardar las zanahorias. Luego resultó que era un señor, creo que un jugador famoso del Liverpool, que estaba matando el aburrimiento de su cuarentena cortando con unas tijeritas el césped del patio de su chalé. Le parecía gracioso.

El lapsus ocular debió ser por la manía que le tengo yo al clareado de las zanahorias, sin duda una de las tareas más tediosas y dolorosas que puede dar una huerta, estemos confinados o no lo estemos.

No sé por qué, la daucus carota sativa tiene un primer desarrollo lentísimo. Eso la diferencia incluso de otras apiáceas primas hermanas suyas, como la cicuta o el hinojo silvestre, de las que también tenemos algunas invasoras en la huerta y a las que cuesta un mundo quitar de en medio al poco de haber aparecido porque tienen una raíz muy profunda (como la de las zanahorias) y además les crece a toda mecha.

En favor de las zanahorias sí que hay que decir que poseen una característica muy positiva, que ya nos gustaría que tuviera la mayoría de las otras verduras y hortalizas: aguantan estupendamente el frío e incluso las heladas, y se pueden conservar en tierra incluso hasta el invierno siguiente, porque, por lo que yo he visto por aquí, si están bien regadas y no sufren demasiado estrés térmico o hídrico en el verano, no suelen espigar hasta el segundo año. Yo he llegado a sacar de la huerta alguna carota olvidada un año después de haberla sembrado, y aunque estuviera algo fibrosa y cuarteada, se podía comer perfectamente. Eso me gusta a mí pensar que es el recuerdo que les queda a las zanahorias de sus ancestros en los páramos afganos de donde al parecer procede la variedad silvestre: tanto frío pasaron sus abuelas en aquellas estepas desangeladas los inviernos que no van a ponerse a sufrir ahora por un par de grados o tres bajo cero que pueda haber en el Bierzo o en los Ancares en las noches de febrero. Y tanta sed les hicieron aguantar en aquella durísima meseta afgana, seguro que ya desde el principio de las primaveras, que a poco que las riegas aquí en los veranillos suaves, ellas se animan a darse el gustazo de vivir un año más de regalo.

En fin, que gracias a esa interesante resistencia al frío y a ese carácter bianual suyos, las zanahorias se pueden sembrar perfectamente en lo más crudo del invierno [yo lo hago a la primera tregua que me dan las lluvias en enero o febrero], sin tener ningún miedo a que los germinados se vayan a echar a perder. En zonas de secano de la Península, con climas más extremos y por tanto más probabilidades de heladas primaverales, ya Gabriel Alonso de Herrera, en su Libro de agricultura de 15131, decía que “la mejor sementera [del anís y del comino, otros primos carnales de las zanahorias] es por febrero y marzo”. O sea que yo tan mal no debo estar haciéndolo basándome simplemente en la observación. Lo que pasa es que tardan tantísimo en brotar las hijasdeputa que, cuando quieren hacerlo, la superficie está ya tupida por las gramíneas y las papaverales típicas de los primeros calorcillos de la primavera, y lo que es peor: el suelo está ya entramado por los raigoncillos de esas mismas malas hierbas a las que les gusta tanto como a las hortalizas nuestro abono ecológico de oveja. Si no hago este primer engorroso apicado (como llaman aquí al trabajo con el escardillo o “picacha”) ahora en marzo o abril, el rizoma de la zanahoria, que más que ninguna otra hortaliza requiere un terreno suelto y mullido, nunca engordaría ni profundizaría lo necesario. O sea, que si quiero comerme algún ejemplar de buen tamaño durante el verano, el otoño o incluso el invierno siguiente a la siembra, resulta imprescindible despojarlas cuanto antes de sus molestas competidoras.

Ya sé que alguno me dirá que no hay hierba que sea mala, que no es necesario quitar los hierbajos de la huerta, que ellos diversifican el ecosistema hortícola, atraen mayor variedad de insectos polinizadores, hongos parasitarios y sus respectivos seres antiparasitarios, y que Fukuoka mordisqueaba zanahorillas como dedos de gnomo y le sentaban muy bien. Todo eso debe ser cierto, pero yo necesito zanahorias gordas para preparar en un pispás los purés del crío en verano, para los socorridos sofritos de todo el año y para vender el excedente en los mercados. Y por la simple observación también me ha parecido comprobar que la mayoría de los que dicen eso de que no hay que quitar la mala hierba ni cuidan una huerta verdaderamente variada ni tienen niños por ahí cerca que se la gocen con unas zanahorias bien chulas.

A falta de hacer la prueba con el bancal permanente de la permacultura, que por lo que he leído y visto tiene muy buena pinta, he intentado varias técnicas dentro de la agricultura ecológica que me han recomendado por ahí para evitar o por lo menos minimizar el enojo del escardado primaveral de las zanahorias, pero ninguna me ha resultado. Por ejemplo, un año probé a echar la simiente en arena bien abonada [se quedaron enanas las pocas que salieron], otra vez rastrillé la tierra cuando empezaron a aparecer los hierbajos y todavía no habían brotado las zanahorias [debí arrastrar las semillas o los germinados y se me fueron todas las zanahorias a vivir hacinadas en dos o tres puntos de la línea], también moví las plántulas a un terreno recién labrado [me salieron zanahorias retorcidísimas, o dobles y triples, muy bonitas de ver, pero horriblemente difíciles de lavar], y el año pasado eché paja para evitar los hierbajos [quítame allá ese invento, que al final acabé teniendo que apartarla para arrancar las malas hierbas que, aunque no en tanta cantidad, siguieron saliendo de todas formas].

Lo ideal sería evitar que las semillas de plantas que no queremos cayeran en nuestra huerta durante el verano, algo que se podría conseguir arrancándolas incluso a finales de la temporada de cosecha, cuando ya no compiten con nuestras hortalizas, pero al fin y al cabo las huertas que yo tengo cedidas u okupadas, en su mayoría, están en terrenos rerrecuperados al monte, por lo que la posibilidad de evitar que millones de semillas volantes no identificadas invadan la tierra cada verano es completamente despreciable.

Así que aquí me encuentro todas las primaveras, tirado en el suelo sacando pelito por pelito las hierbas que molestan a mis zanahorias y acordándome durante largas horas de esos futbolistas que simulan en el pasto y de esa gente que de vez en cuando se acerca a mi puesto en los mercados, me pregunta cuánto valen los manojos de esas raíces anaranjadas que a veces llevo, y se van pensando que soy definitivamente gilipollas, no por imaginarme que todo el mundo que se agacha en la hierba está escardando, que también, sino porque balbuceo, me rasco la espalda, toso y al final creen haberme oído decir por lo bajo que no sé cuánto vale mi jodido manojo.

1. Alonso de Herrera, Gabriel. Libro de agricultura, que es de la labranza y crianza y de muchas otras particularidades y provechos de las cosas del campo. Toledo: En casa de Juan Ferrer, 1551. fol. XXI.