Cantharellus

A estas alturas nadie podrá discutir que el principal resorte para activar los recuerdos en el ser humano son los virus. Especialmente unos con forma de corona que le hacen temer a la muerte y por consiguiente rememorar, como si no fuera a haber un mañana, vivencias, escenas de películas, paisajes, lecturas e incluso seres queridos, o por lo menos seres que alguna vez lo fueron, queridos.

El segundo resorte más importante para convocar recuerdos son sin duda los olores.

Pues bien, en la zona del Bierzo Occidental donde vivimos, que linda con O Courel y la sierra de Ancares, llegamos a una parte del año donde las sensaciones olfativas se disparan. Esta tierra pizarrosa, negra, cuando llueve y hace calor, huele muy fuerte, muy ácida, completamente distinto al apacible olor que desprendían las tierras calcáreas o arcillosas de nuestra infancia en Castilla las pocas veces que a partir de mayo llovía. Los limacos oscurísimos se multiplican aquí estos días en cada morrillo del camino, los cuervos hacen ruidos extraños peleándose por diosabe qué por los aires, los tallos fosforescentes de los helechos nuevos se desenroscan por los bordes de los caminos como dedos de lazarientos y los rayos calientes de un sol al que ya no estábamos acostumbrados empujan tenebrosas brumas por las laderas de los montes hacia los ríos después de cada chaparrón, al amanecer y cuando sale la luna.

Dentro de esas brumas, como concentradas, se vienen esencias de la flor de la retama negra (aquí “xestas”), de los taninos de las cortezas y de las hojas podridas de nogales y robles, o de los líquenes, que también huelen mucho en esta temporada, todo ello mezclado con esa inconfundible base de efluvio úrico que hierve de estos viejos sustratos de pizarras desde la Era Primaria. Y cuidado si una de esas bombas de perfume en atmósfera saturada te alcanza estando de caminata por el monte: la sensación puede llegar a ser mareante.

A mí, cuando mi pituitaria percibe estos potentes olores de primavera pasada (por agua), inmediatamente me vienen a la mente dos cosas: una, la primera vez que entré en un bosque húmedo tropical, en concreto uno en el curso alto del río Pance, subiendo a los Farallones que vigilan la ciudad de Cali, y dos, que tengo que ir a recoger ya los rebozuelos.

Allí en la cordillera que separa el valle del Cauca del océano Pacífico seguro que el aroma de frutos silvestres, flores, materia en descomposición y hongos de todo tipo era infinitamente más potente, por eso me impresionó tanto en mis tontos veinte años. Pero bueno, los recuerdos son así de caprichosos y en mi cerebro el olor de la mal llamada “montaña” berciana cuando llueve a finales de abril o mayo [o junio o julio, como hace dos años] está asociado con el de la selva colombiana. Eso sí, cuando encuentro la primera cantharellus cibarius se acabaron las asociaciones sensoriales, las sinestesias primaverales y su putamadre nostálgica: ya todo me huele, se me figura y me sabe a bendita cantharellus cibarius.

Y es que estas ‘cantaritas comestibles’, que así de prosaico es su nombre latino traducido al castellano, son un hongo excepcionalmente atractivo para nuestros sentidos sentidos. Lo primero por el momento del año especialmente sensible en que aparece: unos días muy concretos, con el verano a la vuelta de la esquina, pero con esa agua de mayo que por aquí no es tan benefactora para la agricultura como en la Meseta refranero-céntrica, sino que, por el contrario, se vuelve un elemento medio neurasténico, pues nos hace retrasarnos en el laboreo y la plantación de la huerta de verano, y al mismo tiempo, o quizá por ello, psicológicamente nos lastra, nos atasca, impidiendo que soltemos definitivamente el bagaje que traemos acumulado de los últimos seis meses: básicamente frío, oscuridad, confinamiento y venga lluvias.

Por describir un poco los sentidos a los que estas setas transversalmente apelan, empezaríamos por decir que las cantharelli tienen un color naranja impresionante, cuyos matices sobre el suelo se olvidan de un año para otro, pero que cuando vuelves a distinguirlas ya no hay soto de castaños que no sepas si tiene o no rebozuelos con una simple ojeada a cien metros de distancia.

Luego está la textura, el crujido cuando las sacas de la tierra, la robustez al tacto, que las hace ideales para deshidratar, para congelar y para cocciones largas sin que pierdan su tirantez ni su forma.

Mención aparte, por supuesto, se merece su aroma. ¿Qué podríamos decir del aroma? Las guías micológicas están llenas de poéticos nombres para los olores de las setas: que si esta tiene el toque de la almendra amarga, que si la otra es de un perfume ciánico, que si la de más allá huele seminal o rafanoide. Pero con las cantharelli se quedan siempre cortos. Afrutado, afrutado, ciertamente no es a lo que huelen. Huelen a melocotonazo. Y cuando digo melocotón superlativo no me refiero a esas frutas bonitas, ecológicas, que desde Murcia llenan las cestas de los grupos de consumo en la parte más pop del verano y de las que la gente tautológicamente dice que saben y huelen a lo que son. Más bien me refiero al ftalato del Pronto jabonoso que utilizaban las madres de los ochenta para limpiar y dejar relucientes los muebles de madera o chapa-ocumen. En realidad el olor de las cantharelli, y más cuando se te juntan ya unas cuantas en la cesta, es tan increíble que parece de artificio. Lo invade absolutamente todo, el monte, tu casa, la ropa, el lecho conyugal y hasta a los niños.

De hecho, me acuerdo muchísimo de cuando nuestro hijo tenía dos o tres semanas de vida. No había manera de que durmiera si no era bien embutido en el fular y con el bamboleo de un progenitor trotando cochineramente o, por lo menos, caminando a buen paso. Yo muchas veces aprovechaba la coyuntura y salía pitando con el crío a cuestas a recoger cantharellus. Cuando empezaba a desperezarse anunciando una nueva sinfonía de lloros, volvía corriendo a casa. Ya podía traer una sudada de mil demonios, o a veces una buena caca en el pañal, o algún bonito regüeldo de lactante sobre mi pecho, o simplemente su dulce cogote de recién nacido contra mi nariz de padrazo vasodilatado. Daba igual todo: a lo único que olía el mundo era a las setas que traíamos en la cesta; un olor que luego invadía la cocina al quitarles la tierra y, por supuesto, la tierra entera al cocinarlas. Porque nos faltaba por decir que estas setas, lo mismo a la plancha que confitadas, guisadas con carne, con queso, con huevos, frescas o rehidratadas, tienen un sabor exactamente idéntico a lo que huelen: a afrutado melocotonazo.

Fruity huge peach en inglés del meridiano.

Por otra parte, y al margen del tema de los olores, la seta cantharellus cibarius tiene otra característica maravillosa. Es un perfecto termómetro para calibrar el grado de capitalismo destructor que acecha su entorno. Un semáforo en ámbar, nunca mejor dicho, que puede dar paso, bien al verde natural de la hierba del estío o al rojo infernal del agostamiento químico, de la destrucción, del neoliberalismo ecocida. Me explico.

Las chantarelas nacen principalmente en sotos de castaños. Es verdad que alguna vez las he recogido en bosquecillos de robles relativamente viejos, con ejemplares que podrían tener cincuenta o setenta años, pero esos bosques siempre están contiguos a sotos de castaños que, aunque se los vea plantados en fila como un cultivo más, son considerablemente más viejos que los propios robles. O sea que el micelio se tuvo que haber extendido ladera arriba hacia el bosque de planifolios desde los castaños de cultivo y no viceversa. Lo que significa que la simbiosis entre los castaños y las cantharelli es absoluta en estas tierras y el hecho de que los frutos de los primeros sean la principal fuente de capital acumulable que sale de nuestra aldea hace que las segundas (que de momento a nadie le llaman la atención económicamente) puedan resultar interesantes como reflejo de las distintas maneras de obtener esa riqueza y distribuir su plusvalía.

Por lo que yo he observado, las cantharelli son extremadamente versátiles en su capacidad para aflorar cuando las condiciones climáticas le son propicias, casi tanto como lo es su carne desde un punto de vista culinario. No les atacan babosas [aquí alimachas] ni larvas de ningún insecto. A los corzos, porcotexos [tejones] y jabalíes les debe atraer algo su aroma o su color en las noches claras, porque a veces encontramos las setas tumbadas en zonas hozadas o pisoteadas con sus huellas, pero está claro que no se las comen. En general por aquí las chantarelas salen en terrenos orientados al sur; sin embargo, también en un par de sitios las he encontrado mirando completamente hacia el norte. Les gustan los suelos con mucho humus y sedimentos, bien drenados, como a casi todos los hongos, pero también las he visto salir tan campantes en terrenos horriblemente pedregosos, con poco o nada de mantillo y hasta encharcados. Incluso en sotos quemados pocas semanas antes de su floración, las cantharelli vuelven a aparecer tozudas. Pero a pesar de esa increíble adaptación al medio, donde sí que no salen bajo ninguna circunstancia es en suelos labrados o en terrenos que alguna vez han sido sulfatados con glifosato.

Eso quiere decir, en la práctica, que los rebozuelos más hermosos, los de tallo alto y sombrero lúbrico bien limpito, nacen en los sotos de castaños que pertenecen a gente cuyos padres o abuelos nacieron y vivieron aquí y que vienen por diversión en familia a recoger las castañas un par de veces en la temporada, a veces desde ciudades lejanas. Son castañas para autoconsumo o para regalar a otros familiares y amigos. Por eso nunca acaban de recogerlas todas, rastrillan poco o nada los erizos, no avientan las hojas con sopladores ni ningún artilugio parecido, tampoco desbrozan la hierba en verano para tener el soto como un campo de fútbol cuando empiezan a caer en octubre. Las propias hojas y erizos que se depositan cada otoño sirven para contener la aparición excesiva de gramíneas y ese mantillo que se acumula y va integrando año tras año en estos sotos digamos recreativos es el hábitat predilecto de los rebozuelos. Las cantharelli bonitas se llevan bien con la gente que no es agonías.

Las setas más pequeñitas, las que hay que limpiar a conciencia porque vienen más embarradas, en general proceden de sustratos bajo castaños que ya sirven para la explotación comercial. La cosecha de las castañas en estas fincas se sigue haciendo muchas veces en familia, pero con un fin marcadamente crematístico. En los almacenes de la zona compran al peso las castañas frescas a un precio que sigue subiendo cada año a medida que la demanda internacional aumenta (0,70-0,75€ /kg hace 6 años cuando vinimos y entre 1,10 y 1,25 este último año). Con ese valor en el mercado mayorista, gente que vive en otros pueblos grandes de la comarca o en la capital Ponferrada y que tenía los castaños medio abandonados en nuestro pueblo ha vuelto a interesarse por ellos, porque les proporcionan un importante sobresueldo en B durante las cuatro o cinco semanas de octubre y noviembre que dura la campaña. Esa gente controla bastante cantidad de árboles: los del abuelo y la abuela, los de los tíos-abuelos, los de algún pariente en Barcelona que ya no viene nunca al pueblo… Por eso, a pesar de que muchos se toman las vacaciones en sus puestos de trabajo para hacer la campaña y meterse en el bolsillo un pellizco equivalente a varios salarios mensuales; a pesar de que van a las castiñeiras desde que dios amanece hasta que anochece, llueva, nieve o haga sol; a pesar de que suelen ser gente relativamente joven en buena forma; a pesar de que no les duelan prendas en poner a currar a los niños si hace falta; a pesar de todos esos pesares, muchas veces se ven apurados de tiempo, sobre todo si la temporada es buena, para recoger tal cantidad de dinero que se les cae por los suelos. Por eso rastrillan y avientan las hojas y los erizos al menos una vez a mitad de la cosecha, para en la segunda mitad no perder tiempo seleccionando entre los erizos llenos y los que están vacíos. Además desbrozan en verano, para que no haya ni una brizna en octubre y noviembre, no vaya a ser que los dedos de las manos se les entretengan rebuscando castañas entre tabones de hierba. Algunos, en días soleados de invierno, vuelven al pueblo para amontonar y quemar todos los restos de la cosecha y, si el fuego se les descontrola, se van corriendo a sus casas en zonas residenciales del Bajo Bierzo y a ver quién va a decir que han sido ellos en esta microsociedad de engrasado clientelismo y mejor me callo no sea que un día me pase a mí y el hijo de fulanito no me deba el favor de su silencio. Lo importante es que cuando llegue el tiempo de las castañas maduras, esas bolitas brillantes por las que las urracas de los intermediarios te darán hasta treinta euros si se las llevas en un saco entero, ellos no vayan a quedarse sin recoger alguna de las que, por una cuestión de derecho consuetudinario, consideran que les pertenece.

Las setas cantharelli, que como hemos venido diciendo tienen un estómago de lo más agradecido, aún sobreviven en los terrenos de este tipo de propietarios bastante enojosos. Aunque por mayo la superficie esté bastante pelada de detritos orgánicos (que no de guantes de goma, botellas de cerveza o envoltorios de bocadillos), el micelio entre las raíces de los árboles que con amor plantaron los antepasados de esta gente aún debe estar sano y por eso, por un poco de dignidad o esperando tiempos mejores, se diría que las setas todavía aparecen, eso sí más pequeñas y engurruñadas de lo que deberían. En resumidas cuentas, las cantharelli se llevan mal, pero conviven, con los capitalistas obreros.

  

Con quienes las setas se llevan a patadas hasta el punto de que ya no nacen ni por descuido en sus soutos es con los grandes plutócratas. A lo mejor alguien está esperando oír hablar de multinacionales italianas o belgas con maquinaria monstruosa y fumigaciones devastadoras, metidas a saco en el suculento negocio de las castañas bercianas con sus complejas redes de tributación offshore. Pues no. De momento por aquí no se han visto empresas de esas. Los grandes plutócratas, con su monstruosa maquinaria, fumigación devastadora de RoundUp de Bayern-Monsanto y tributación offshore (o sea todo en negro) son señores jubilados. Avarientos jubilados asquerosos para ser más exactos. Gente que no tiene ninguna necesidad económica pero sí el afán por seguir compitiendo con el vecino de al lado para cosechar más castañas que nadie y convertirlas en moneda fiat que vaya directamente a aumentar los numeritos que le salen en la libreta del banco, esa que actualizan cada vez que van a la ciudad, porque no saben hacer otra cosa mejor con su vida y con su riqueza que acumularla. Como decía Bakunin sobre la producción capitalista y la especulación de los bancos, estos sujetos sienten la obligación de “ampliar sin cesar sus límites en detrimento de las especulaciones y las producciones menos grandes” (1). Hablamos de hombres que a un primer vistazo o fin de semana de turismo rural parecen entrañables, humildes o incluso inmersos en una fase connatural de decrecimiento económico. Comen de sus propias patatas, hablan a voces, hacen sus chorizos y sus orujos de sabores. A veces hasta te invitan a uno. Pero en la práctica, cuando convives con ellos, resultan ser personas más ambiciosas y miserables que un CEO de Repsol o de Amazon. Bueno, miento: más no. Igual de ambiciosos y miserables. Simplemente si no han llegado a ser grandes empresarios con muchos trabajadores explotados a su cargo es por no haber tenido la oportunidad o la pericia, porque las malas mañas, la taruguez y la ideología ultracapitalista las comparten idénticas. A lo mejor es precisamente por eso, porque no disponen de personal al que exprimir a diario (que es lo que realmente les proporcionaría la mayor satisfacción), por lo que pagan su frustración exprimiendo el medio en el que viven. Y lo mismo que los directivos de bancos o grandes trasnacionales tienen todo el dinero del mundo para pasar por encima de quien sea o de lo que sea con el fin de alcanzar sus deseos siempre irrealizables, estos jubilados tenedores de la mayoría de los castaños en nuestra aldea, disponen de todo el efectivo para comprar más y más terrenos cuando les dé la gana, plantar más y más castaños siempre que quieran, agenciarse tractores de último modelo con los aperos más descomunales para labrar absurdamente los sotos y tenerlos todos “limpios” como albero de plaza de toros, o en el peor de los casos para fumigar cubas enteras de glifosato con que envenenar el suelo y los acuíferos de varias generaciones, de modo que no solo ya no salga nunca más la cantharellus cibarius, sino los propios castaños centenarios y hasta milenarios se acaben enfermando y cayendo de tanto destruirles las raíces superficiales [luego le echan la culpa al chancro o a la avispilla].

  

Son varones jubilados que trabajaron como animales en Suiza, en Francia o por aquí en la mina, que ahora cobran suculentas pensiones que darían para vivir dignamente a dos familias numerosas cada una, pero que en vez de disfrutar de su retiro estándose en casa leyendo el periódico, paseando con la esposa, o cuidando a los nietos, no saben parar el carro y se morirán trabajando para mostrar que la tienen más gorda que la del de al lado, la cuenta del banco. Las cantharelli, como nosotros, ya no soportan a estos seres despreciables. Prefieren no brotar más antes que conocer tal miseria espiritual y se acaban yendo a micorrizar a otra parte.

Muchas veces los anarquistas [o a los que nos gustaría serlo] pecamos de elitistas al pensar que el capitalismo salvaje es cosa de grandes terratenientes, bien nobles rentistas por herencia o bien burgueses multimillonarios hechos (sinvergüenzas) a sí mismos, ambos vinculados en su idiosincrásica corrupción a los poderes estatales o supranacionales. Mientras, consideramos que todo obrero es un potencial anticapitalista al que simplemente le falta una pequeña agitación externa de su conciencia para volverse un compañero de lucha. De tanto hacerle caso al príncipe Kropotkin en su observación naíf de las comunidades humanas y los animalitos, acabamos perdiendo el norte y creyendo que cualquier persona de natural está dotada de capacidad para ejercer la solidaridad, el apoyo mutuo o imaginar la justicia social. Y si para colmo esa persona pertenece a la clase obrera, fue minero o migrante económico, y a día de hoy sigue trabajando todo el día en un entorno rural donde en su infancia conoció de facto la colectivización de la mano de obra [aquí fazendeiras] y la autogestión política concejil, entonces para qué te cuento: la bonhomía y hasta el carácter revolucionario parece que se los suponemos.

Sin embargo cuando habitas dentro de ese entorno te das cuenta de que eso no es cierto, o en buena medida no lo es. Una persona a la que desde los seis años han obligado a sacar a las vacas por el monte con un mendrugo de pan y un cacho de unto para todo el día, a la que a los doce años han forzado a meterse por agujeros minúsculos para ir abriendo galerías en las minas, a la que a los dieciséis o dieciocho han hecho emigrar a un sitio desconocido donde no entiende nada de lo que pasa, y que a los veinte ha vuelto de visita por su pueblo con un coche y un tocadiscos cuando los demás continuaban andando con sus carros de bueyes y sus panderetas, por desgracia no suele ser nadie capaz de plantearse otro sistema económico que el del libre mercado, la competitividad y la acumulación de la propiedad privada. Es, más que un potencial activo humano en defensa de lo común, el caldo de cultivo perfecto para el peor individualismo. Más que un custodio del territorio, un convencido ecocida. El problema es que a nosotros, los que quisiéramos ser libertarios, nos cuesta reconocer que el capitalismo, el culto al esfuerzo personal en un ambiente laboral y vital hostil donde el que tienes al lado en el tajo y hasta el vecino de tu pueblo se convierte en enemigo a batir, es una ideología francamente accesible, facilona, casi nomológica, o por lo menos mucho más apta para ser abrazada por un irresponsable al que la dureza del trabajo ha desprovisto de corazón que ningún comunismo autoritario, o mucho menos uno horizontal y asambleario. Autores como Rudolf Rocker sitúan la pérdida de ese “sentimiento moral de la responsabilidad del obrero (…) ante el hecho de estar él mismo forzado a figurar también соmо engañador de sus compañeros de clase a causa de la naturaleza у el modo de su actividad productiva” tan pronto como en 1871 en Francia, con la represión de la Comuna de París, y en España en 1873, “después del sometimiento de la revolución cantonalista” (2). Después de aquellos acontecimientos sangrientos que minaron para siempre la conciencia moral del obrero con respecto a su propia fuerza de trabajo, solo procesos revolucionarios profundos y en cierto modo impuestos de manera exógena en momentos históricos muy concretos han hecho que el obrero haya violado la norma y haya empezado a ser otra cosa ideológicamente que un peón del capitalismo salvaje. Llegados al día de hoy, con la propaganda estatista y capitalista abrumadora en los medios de comunicación, si albergamos todavía la ilusión de encontrar excepciones dentro de la burricie capitalista generalizada entre la clase obrera, antes que fijarnos en los antecedentes sociopolíticos o históricos de un colectivo humano dentro de un territorio, deberíamos empezar buscando más bien un poso de sensibilidad personal, una capacidad psicológica para la empatía, cierto amor por la naturaleza y por el prójimo independientemente de si pertenece o no a la familia. En definitiva, tendríamos que fijarnos más en ese algo difícil de describir que en un momento en la vida hace a un humano pararse a pensar qué coño está haciendo con su fuerza de trabajo y que en general no tiene nada que ver con la pertenencia a ningún grupo o clase social, o ya no digamos a una región o comarca. Y un buen ejemplo para probar que hoy en día las circunstancias que pueden convertirse en un germen de pensamiento antisistema en un trabajador no vienen dadas por ninguna pertenencia histórica, social o territorial, sino por una sensibilidad en el plano más íntimo son estos pensionistas avasalladores con los que nos hemos encontrado constantemente en las diferentes localidades bercianas donde hemos tenido cedidos frutales o viña [Villadepalos, Paradela del Río, Rimor, San Fiz]: nunca se te acercan para aportar un consejo sincero sino para dar lecciones o ridiculizar tu trabajo, nunca te hablan para interesarse por tus atributos, sino para demostrarte que ellos los poseen en grado más alto. De poco sirve que conocieran de primera mano el potente contexto sociohistórico de una organización política asamblearia que funcionaba, porque la sumisión que les impusieron padres y patrones en el ámbito doméstico y laboral se les fue convirtiendo a lo largo de su vida en un afán desmedido por tener sometidos a otros, justificándolo con los principios ideológicos del capitalismo más refinado; a saber, que el trabajo duro dignifica a las personas y que al final concede su recompensa individual a quien lo practica. Aquel reparto comunitario de la fuerza de trabajo que se hacía en tu pueblo cuando eras pequeño, aquellos servicios públicos que, ante la total ausencia del estado en estos parajes recónditos, se cubrían mediante la solidaridad y el mutualismo entre vecinos, y aquella toma de decisiones asamblearia que viste con tus propios ojos en el concejo abierto, lo considerarás un atraso. La superación personal, el tener un tractor más grande que el de al lado y el caciquismo representativo el progreso.

Y por eso mismo, si en el final de tu vida alguna vez te encuentras a un tipo con una cesta buscando setas por el campo, ningún interés humano te suscitará el hecho de conocer esas criaturas nacidas de la naturaleza: me refiero al recolector de setas y a las propias setas. Tu cabeza simplemente se devanará pensando dónde puedes encontrarlas más grandes, a cuánto se vende el kilo de ellas, o destruirlas todas para que nadie más ose aprovecharse de algo que estrictamente no sean tus sobras.

Bakunin, Mijaíl. Estatismo y anarquía. Buenos aires: Utopía libertaria, 2009. P. 19.

Rocker, Rudolf. La responsabilidad del proletariado ante la guerra. Móstoles: Madre tierra, 1991.  Pp. 17 y 20.