Después de siete años de trabajo en el campo, La Patácrata va haciendo callo. Las manos, las plantas de los pies, los discos lumbares L4 y L5…, y sobre todo la paciencia. Porque la agricultura, a quienes somos ateos y por tanto no admitimos la existencia de ningún ser superior o energía cósmica que nos escriba la vida, nos enseña algo que ninguna escuela, academia o universidad de la IVY League nos podía haber enseñado antes: a convivir tozudamente con el fracaso. En concreto con un peculiar tipo de fracaso que no permite echarle las culpas de sus ocurrencias a nadie, ni a un jefe, ni a un padre-patrón, ni siquiera a uno propio. Un fracaso que en la práctica supone tirar por la borda cientos de horas de trabajo en cuestión de minutos para volver al día siguiente a hacer ota vez lo mismo, como si la vida no fuera del todo nuestra, como si viviéramos dentro de una teleología de hormigas cabezudas. Eso es algo que enseña el trabajo en el campo cuando se ejerce en su versión a pelo, o sea sin seguros agrarios, sin subsidios estatales o supraestatales ni ninguna otra red que recate nuestra inversión en insumos y sobre todo en fuerza de trabajo y tiempo en caso de catástrofe. Con los años y a medida que la precariedad nos va acechando, esa sensación de indiferencia o desafecto al fracaso nos resulta cada vez más familiar sin dejar de ser extravagente. ¿Nos habremos vuelto robots insensibles, nosotros que veníamos a vivir una existencia más plena al amor de la naturaleza?
En 2017, después de algunos años de ensayos hortelanos, conseguimos la cesión a través del Banco de Tierras del Bierzo de una finca grande de viña en la localidad de Villadepalos con más de mil cepas centenarias abandonadas desde hacía bastantes años. Era el proyecto que elegimos para aportar un producto de primera necesidad (uvas) en cantidad suficiente para abastecer los grupos de consumo adscritos a la red La RéPLICA (Red Pensinsular Libertaria para la Interconexión de Colectivos Autogestionados) en cuya gestación y desarrollo habíamos participado en nuestros últimos años de militancia en Madrid, imaginándola como esa alternativa laboral justa para los muchos que en aquella época de crisis decíamos querer irnos a vivir al medio rural y sustituir allí el trabajo asalariado por otro autogestionado, horizontal y digno.
Aprendimos a podar las vides, a reconstruir las más viejas, a injertar las moribundas, a entregar a las termitas o a la lumbre las que ya no tenían remedio. Fue un trabajo arduo desde el mes de diciembre hasta bien entrado marzo. Chupamos frío y lluvia como nunca en la vida. Nosotros, viejos ratones de escritorio, biblioteca y oficina, descubrimos en aquella viña cómo era eso de convivir con el trabajo físico al aire libre, los pantalones de esquiar por el día y el síndrome del túnel carpiano por las noches. Para nuestra emoción de novatos, para el equinoccio de primavera las vides habían brotado con fuerza, incluso las que dudábamos de que aún fueran viables. Estaban agradecidas de que alguien hubiese vuelto a ocuparse de ellas después de tanto tiempo. Pero la noche del 12 de abril, cuando toda nuestra preocupación era cómo íbamos a desbrozar la hierba entre las líneas sin descuartizar a las preciosas ranas de San Antón que campaban a sus anchas por la viña, cayó una helada siberiana. Menos diez grados en varios puntos del Bierzo Bajo, algo insólito para los menores de ochenta años. Al día siguiente la viña parecía Hiroshima. Los sarmientos, que ya tenían hasta un palmo de largos, estaban completamente derrotados y negros, igual que los retoños de algún peral, cerezo y membrillo que también había en la finca. Hasta los hierbajos que ya medraban a la altura de nuestras rodillas estaban tumbados por el suelo sin vida. Aunque a los pocos días volvieron a salir botones en las vides y en verano la viña parecía sana y vigorosa, las plantas habían invertido todo su esfuerzo en recuperar follaje y no hubo casi fruto. De los tres mil kilos de uva que en condiciones óptimas podría haber producido aquella explotación recogimos cinco cestos de unas parras de variedad palomino que al estar junto a un muro de piedra no se habían congelado. Estaban francamente ricas pero nos supieron a agraz en el ojo.
Al invierno siguiente, por culpa de la helada, hubo que empezar casi de cero con la reconstrucción del viñedo. Al morir las primeras varas que nosotros habíamos guiado con la poda, las segundas varas que nacieron lo habían hecho por donde les había parecido, casi siempre demasiado cerca del suelo, con el riesgo de que, si no las eliminábamos, acabasen criando acodos y convocando a la dichosa filoxera. Así que otra vez nos tocó deshacernos de esos chupones, arrancar sarmientos enraizados y eliminar madera muerta usando el serrucho e incluso la motosierra casi tanto como las tijeras. Otra vez poda de reconstrucción más que de equilibrio, y a injertar de nuevo las púas de mencía en las labruscas sobrevivientes debajo de las cepas muertas. Esa vez nos hicimos un excel y nos apuntamos observaciones sobre el terreno, los gastos de combustible, el número exacto de cepas viables y las horas de trabajo, que fueron 110 en total, sin contar los desplazamientos. Creo que pensábamos que siendo nosotros metódicos en el libro de campo la meteorología esta vez sería fiel a sus ciclos habituales.
Pues no. Desde febrero hasta mediados de julio no paró de caer agua a mansalva. El diluvio universal en diferido y a plazos. Según las estadísticas pluviométricas, fue la primavera más lluviosa en décadas en el noroeste de la Península. Al final, de tanto esperar a que dejase de llover para aplicar el caldo bordelés nos dieron las siete plagas. Un día de mayo descubrimos unas pintitas rojas en las hojas más cercanas al camino. Era un hongo llamado black rot, aficionado a la humedad y al calorcillo, como casi todos los hongos, que en agricultura ecológica no tiene tratamiento efectivo y en convencional se combate con un fungicida sistémico, caro, superchungo y encima no del todo eficiente. Decidimos esperar un poco. A la semana el hongo era dueño y señor de la finca y se había cebado con los frutos: todas las bayas y los racimos recién nacidos estaban completamente achicharrados. Ni un grano verde. Para la vendimia, ese año no recogimos ni cinco cestos. Ni cuatro ni uno. No se salvó ni una cepa del estropicio.
Se habían cumplido los dos años del contrato de cesión de la viña y después de los dos fiascos decidimos no renovarlo y aparcar la viticultura por un tiempo.
Nos pasamos a los cerezos.
A los pocos meses conseguimos la cesión de una finca grande de cerezos en Rimor, zona con denominación de origen y tradición en el cultivo de esa fruta. Unos ochenta árboles, en aparente buen estado cuando los vimos en invierno. Después de nuestra experiencia con las vides, decidimos tomarlo con calma y no trabajar tanto hasta no ver resultados. El primer año solo desbrozamos la finca un par de veces. Los árboles no dieron absolutamente nada. Por lo que pudimos observar, la mayoría de los demás cerezos del municipio sí que tuvieron cosecha, aunque no muy buena, pero los de esa zona del pueblo produjeron más bien poco. Los nuestros cero. Alguna niebla helada que se concentró en la parte baja del pueblo, o una tormenta que destruyó las flores debió de ser, según nos comentaron los dueños, muy preocupados porque desbrozásemos una tercera vez su maravillosa finca. Al año siguiente, en el invierno del 2019 al 2020, conseguimos la cesión de otra parcela pequeña con 16 cerezos en la parte alta del mismo pueblo. La cogimos con la idea de minimizar la posibilidad de quedarnos otra vez sin recoger nada de fruta y de comprobar la veracidad de la teoría de los dueños de la finca grande, que insistían en transmitirnos que lo que nos habían dejado era un terreno superproductivo y en definitiva más precioso que los jardines colgantes del rey Nabucodonosor, del que ellos mismos habían sacado toneladas y toneladas de cereza una temporada sí y otra también. En la finca pequeña desbrozamos, arreglamos algo la valla, eliminamos un par de árboles secos: mínimo esfuerzo mientras trascurría el primer año en observación. En la finca grande esta vez sí decidimos trabajar: una poda severa de la mitad de los frutales, no fuera a haber sido por eso por lo que no nos habían producido nada el año anterior. La otra mitad y la finca pequeña las dejamos sin podar, aunque ciertamente los árboles eran viejos y algún síntoma de gomosis en algunas ramas importantes ya tenían.
Llegó marzo, el confinamiento y, sin papeles para justificar los desplazamientos desde nuestra casa hasta los cerezos y después de algún encontronazo con la Guardia Civil en pleno subidón suyo de testosterona y fascismo, no pudimos comprobar ni la floración ni el cuajado de la fruta. Cuando pudimos volver a las fincas, a mediados de mayo, la primera, la grande, otra vez no tenía cerezas y la segunda, la pequeña, había dado algo, pero de una variedad muy temprana, con lo que buena parte ya se había echado a perder cuando pudimos entrar a desbrozar la hierba y cosechar. En total recogimos unos veinte kilos de fruta de un conjunto de casi cien frutales entre las dos fincas. Un fracaso monumental suficiente para rescindir los contratos tan pronto como se venzan.
Pero bueno. Como no hay mal que por bien no venga, el confinamiento nos había dejado más tiempo para trabajar las huertas, que nos autoabastecen y cuyos sobrantes nos sirven para obtener unos pequeños ingresos en un mercado agroecológico que se hace todos los meses en Cacabelos. Las cuatro o cinco pequeñas parcelas que tengo cedidas de palabra en esta tierra de minifundio estaban mejor trabajadas que nunca. Después de una buena cosecha de guisantes, habas y brasicae varias de la huerta de primavera, esperábamos una estupenda producción de la huerta de verano, más fogosa y variada que nunca gracias al laboreo concienzudo de la tierra, el abonado con estiércol de mula, el buen tiempo y, sobre todo, el haber hecho las cosas a su debido tiempo y sin demasiadas prisas. Cuando la mayoría de las plantas estaban en el momento clave de su desarrollo vegetativo, a punto de madurar las primeras tandas de fruto de las solanáceas y las cucurbitáceas, el pasado 21 de julio por la tarde nos cayó una granizada monumental, que dejó las plantas patidifusas. Aquí unas fotos del magnicidio.
Cuando hablo con alguien sobre estas cosas que me han venido pasando en el campo, al final siempre la conversación acaba derivando hacia el tema del cambio climático, el desastre ecológico y humano que se nos viene encima por las cada vez más frecuentes inclemencias meteorológicas con las que la naturaleza parece estar rebelándose contra todo lo que el sistema capitalista le está jodiendo la vida. Sin embargo, en realidad yo no creo que estas heladas, pedriscos, defloraciones y plagas no le ocurriesen, con la misma frecuencia e intensidad, a un campesino de hace cincuenta, cien o doscientos años. No es que niegue el cambio climático, diosmelibre, pero creo que, como siempre, hay una razón política y económica más tangible donde justificar nuestras desgracias. Y es que el salto de un trabajador asalariado al autoempleo digno en el campo solo se puede hacer con un buen capital de por medio, un colchón económico que permita tener la maquinaria adecuada y diversificar los cultivos, las dos claves para minimizar gastos pecuniarios y de tiempo y no quedarte en bragas cuando alguna plantación se estropea. En ese sentido el campo, a pesar de la visión romántica con la que nos han enseñado a mirarlo, no tiene ninguna diferencia con cualquier otro sector económico en este sistema depredador en el que, cuanto más tengas, mejor te irá siempre. El dinero llama al dinero, de modo que son los grandes tenientes del campo berciano de quienes hablamos en el anterior post [los que poseen castaños, y además frutales, y además huertas en intensivo, y además viña, y además colmenas, y encima tiempo de sobra, ingresos fijos en forma de pensiones, subsidios y demás familia (nunca mejor dicho en esta tierra donde la parentela en su concepción extensa funciona como grupo de afinidad y mano de obra colectiva)] los que pueden obtener año tras año buenos réditos del campo, porque, si un cultivo les va mal una temporada, siempre habrá otro que les compense las pérdidas y alguna máquina o tecnología que comprar a tocateja y evitar a tiempo las pérdidas. De esta forma todos los años se aseguran una plusvalía y la posibilidad de hacer nuevas inversiones comprando tierras abandonadas y taponando de paso al futuro a gente como nosotros.
La imagen del emprendedor que deja su actividad anodina y oficinesca en la ciudad y consigue vivir dignamente y feliz trabajando en la esspaña vaciada es tan falaz y tramposa como la de un negro que llega a presidente de la mayor potencia mundial o la de un multimillonario que empezó vendiendo batas en un mercadillo.
De momento, veremos a ver si esta huerta se recupera del granizo o si nos tenemos que ir con la música, a un sitito que hemos visto aquí justo al lado.









