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July 23rd, 2020 — General
Después de siete años de trabajo en el campo, La Patácrata va haciendo callo. Las manos, las plantas de los pies, los discos lumbares L4 y L5…, y sobre todo la paciencia. Porque la agricultura, a quienes somos ateos y por tanto no admitimos la existencia de ningún ser superior o energía cósmica que nos escriba la vida, nos enseña algo que ninguna escuela, academia o universidad de la IVY League nos podía haber enseñado antes: a convivir tozudamente con el fracaso. En concreto con un peculiar tipo de fracaso que no permite echarle las culpas de sus ocurrencias a nadie, ni a un jefe, ni a un padre-patrón, ni siquiera a uno propio. Un fracaso que en la práctica supone tirar por la borda cientos de horas de trabajo en cuestión de minutos para volver al día siguiente a hacer ota vez lo mismo, como si la vida no fuera del todo nuestra, como si viviéramos dentro de una teleología de hormigas cabezudas. Eso es algo que enseña el trabajo en el campo cuando se ejerce en su versión a pelo, o sea sin seguros agrarios, sin subsidios estatales o supraestatales ni ninguna otra red que recate nuestra inversión en insumos y sobre todo en fuerza de trabajo y tiempo en caso de catástrofe. Con los años y a medida que la precariedad nos va acechando, esa sensación de indiferencia o desafecto al fracaso nos resulta cada vez más familiar sin dejar de ser extravagente. ¿Nos habremos vuelto robots insensibles, nosotros que veníamos a vivir una existencia más plena al amor de la naturaleza?
En 2017, después de algunos años de ensayos hortelanos, conseguimos la cesión a través del Banco de Tierras del Bierzo de una finca grande de viña en la localidad de Villadepalos con más de mil cepas centenarias abandonadas desde hacía bastantes años. Era el proyecto que elegimos para aportar un producto de primera necesidad (uvas) en cantidad suficiente para abastecer los grupos de consumo adscritos a la red La RéPLICA (Red Pensinsular Libertaria para la Interconexión de Colectivos Autogestionados) en cuya gestación y desarrollo habíamos participado en nuestros últimos años de militancia en Madrid, imaginándola como esa alternativa laboral justa para los muchos que en aquella época de crisis decíamos querer irnos a vivir al medio rural y sustituir allí el trabajo asalariado por otro autogestionado, horizontal y digno.
Aprendimos a podar las vides, a reconstruir las más viejas, a injertar las moribundas, a entregar a las termitas o a la lumbre las que ya no tenían remedio. Fue un trabajo arduo desde el mes de diciembre hasta bien entrado marzo. Chupamos frío y lluvia como nunca en la vida. Nosotros, viejos ratones de escritorio, biblioteca y oficina, descubrimos en aquella viña cómo era eso de convivir con el trabajo físico al aire libre, los pantalones de esquiar por el día y el síndrome del túnel carpiano por las noches. Para nuestra emoción de novatos, para el equinoccio de primavera las vides habían brotado con fuerza, incluso las que dudábamos de que aún fueran viables. Estaban agradecidas de que alguien hubiese vuelto a ocuparse de ellas después de tanto tiempo. Pero la noche del 12 de abril, cuando toda nuestra preocupación era cómo íbamos a desbrozar la hierba entre las líneas sin descuartizar a las preciosas ranas de San Antón que campaban a sus anchas por la viña, cayó una helada siberiana. Menos diez grados en varios puntos del Bierzo Bajo, algo insólito para los menores de ochenta años. Al día siguiente la viña parecía Hiroshima. Los sarmientos, que ya tenían hasta un palmo de largos, estaban completamente derrotados y negros, igual que los retoños de algún peral, cerezo y membrillo que también había en la finca. Hasta los hierbajos que ya medraban a la altura de nuestras rodillas estaban tumbados por el suelo sin vida. Aunque a los pocos días volvieron a salir botones en las vides y en verano la viña parecía sana y vigorosa, las plantas habían invertido todo su esfuerzo en recuperar follaje y no hubo casi fruto. De los tres mil kilos de uva que en condiciones óptimas podría haber producido aquella explotación recogimos cinco cestos de unas parras de variedad palomino que al estar junto a un muro de piedra no se habían congelado. Estaban francamente ricas pero nos supieron a agraz en el ojo.
Al invierno siguiente, por culpa de la helada, hubo que empezar casi de cero con la reconstrucción del viñedo. Al morir las primeras varas que nosotros habíamos guiado con la poda, las segundas varas que nacieron lo habían hecho por donde les había parecido, casi siempre demasiado cerca del suelo, con el riesgo de que, si no las eliminábamos, acabasen criando acodos y convocando a la dichosa filoxera. Así que otra vez nos tocó deshacernos de esos chupones, arrancar sarmientos enraizados y eliminar madera muerta usando el serrucho e incluso la motosierra casi tanto como las tijeras. Otra vez poda de reconstrucción más que de equilibrio, y a injertar de nuevo las púas de mencía en las labruscas sobrevivientes debajo de las cepas muertas. Esa vez nos hicimos un excel y nos apuntamos observaciones sobre el terreno, los gastos de combustible, el número exacto de cepas viables y las horas de trabajo, que fueron 110 en total, sin contar los desplazamientos. Creo que pensábamos que siendo nosotros metódicos en el libro de campo la meteorología esta vez sería fiel a sus ciclos habituales.
Pues no. Desde febrero hasta mediados de julio no paró de caer agua a mansalva. El diluvio universal en diferido y a plazos. Según las estadísticas pluviométricas, fue la primavera más lluviosa en décadas en el noroeste de la Península. Al final, de tanto esperar a que dejase de llover para aplicar el caldo bordelés nos dieron las siete plagas. Un día de mayo descubrimos unas pintitas rojas en las hojas más cercanas al camino. Era un hongo llamado black rot, aficionado a la humedad y al calorcillo, como casi todos los hongos, que en agricultura ecológica no tiene tratamiento efectivo y en convencional se combate con un fungicida sistémico, caro, superchungo y encima no del todo eficiente. Decidimos esperar un poco. A la semana el hongo era dueño y señor de la finca y se había cebado con los frutos: todas las bayas y los racimos recién nacidos estaban completamente achicharrados. Ni un grano verde. Para la vendimia, ese año no recogimos ni cinco cestos. Ni cuatro ni uno. No se salvó ni una cepa del estropicio.
Se habían cumplido los dos años del contrato de cesión de la viña y después de los dos fiascos decidimos no renovarlo y aparcar la viticultura por un tiempo.
Nos pasamos a los cerezos.
A los pocos meses conseguimos la cesión de una finca grande de cerezos en Rimor, zona con denominación de origen y tradición en el cultivo de esa fruta. Unos ochenta árboles, en aparente buen estado cuando los vimos en invierno. Después de nuestra experiencia con las vides, decidimos tomarlo con calma y no trabajar tanto hasta no ver resultados. El primer año solo desbrozamos la finca un par de veces. Los árboles no dieron absolutamente nada. Por lo que pudimos observar, la mayoría de los demás cerezos del municipio sí que tuvieron cosecha, aunque no muy buena, pero los de esa zona del pueblo produjeron más bien poco. Los nuestros cero. Alguna niebla helada que se concentró en la parte baja del pueblo, o una tormenta que destruyó las flores debió de ser, según nos comentaron los dueños, muy preocupados porque desbrozásemos una tercera vez su maravillosa finca. Al año siguiente, en el invierno del 2019 al 2020, conseguimos la cesión de otra parcela pequeña con 16 cerezos en la parte alta del mismo pueblo. La cogimos con la idea de minimizar la posibilidad de quedarnos otra vez sin recoger nada de fruta y de comprobar la veracidad de la teoría de los dueños de la finca grande, que insistían en transmitirnos que lo que nos habían dejado era un terreno superproductivo y en definitiva más precioso que los jardines colgantes del rey Nabucodonosor, del que ellos mismos habían sacado toneladas y toneladas de cereza una temporada sí y otra también. En la finca pequeña desbrozamos, arreglamos algo la valla, eliminamos un par de árboles secos: mínimo esfuerzo mientras trascurría el primer año en observación. En la finca grande esta vez sí decidimos trabajar: una poda severa de la mitad de los frutales, no fuera a haber sido por eso por lo que no nos habían producido nada el año anterior. La otra mitad y la finca pequeña las dejamos sin podar, aunque ciertamente los árboles eran viejos y algún síntoma de gomosis en algunas ramas importantes ya tenían.
Llegó marzo, el confinamiento y, sin papeles para justificar los desplazamientos desde nuestra casa hasta los cerezos y después de algún encontronazo con la Guardia Civil en pleno subidón suyo de testosterona y fascismo, no pudimos comprobar ni la floración ni el cuajado de la fruta. Cuando pudimos volver a las fincas, a mediados de mayo, la primera, la grande, otra vez no tenía cerezas y la segunda, la pequeña, había dado algo, pero de una variedad muy temprana, con lo que buena parte ya se había echado a perder cuando pudimos entrar a desbrozar la hierba y cosechar. En total recogimos unos veinte kilos de fruta de un conjunto de casi cien frutales entre las dos fincas. Un fracaso monumental suficiente para rescindir los contratos tan pronto como se venzan.
Pero bueno. Como no hay mal que por bien no venga, el confinamiento nos había dejado más tiempo para trabajar las huertas, que nos autoabastecen y cuyos sobrantes nos sirven para obtener unos pequeños ingresos en un mercado agroecológico que se hace todos los meses en Cacabelos. Las cuatro o cinco pequeñas parcelas que tengo cedidas de palabra en esta tierra de minifundio estaban mejor trabajadas que nunca. Después de una buena cosecha de guisantes, habas y brasicae varias de la huerta de primavera, esperábamos una estupenda producción de la huerta de verano, más fogosa y variada que nunca gracias al laboreo concienzudo de la tierra, el abonado con estiércol de mula, el buen tiempo y, sobre todo, el haber hecho las cosas a su debido tiempo y sin demasiadas prisas. Cuando la mayoría de las plantas estaban en el momento clave de su desarrollo vegetativo, a punto de madurar las primeras tandas de fruto de las solanáceas y las cucurbitáceas, el pasado 21 de julio por la tarde nos cayó una granizada monumental, que dejó las plantas patidifusas. Aquí unas fotos del magnicidio.
Cuando hablo con alguien sobre estas cosas que me han venido pasando en el campo, al final siempre la conversación acaba derivando hacia el tema del cambio climático, el desastre ecológico y humano que se nos viene encima por las cada vez más frecuentes inclemencias meteorológicas con las que la naturaleza parece estar rebelándose contra todo lo que el sistema capitalista le está jodiendo la vida. Sin embargo, en realidad yo no creo que estas heladas, pedriscos, defloraciones y plagas no le ocurriesen, con la misma frecuencia e intensidad, a un campesino de hace cincuenta, cien o doscientos años. No es que niegue el cambio climático, diosmelibre, pero creo que, como siempre, hay una razón política y económica más tangible donde justificar nuestras desgracias. Y es que el salto de un trabajador asalariado al autoempleo digno en el campo solo se puede hacer con un buen capital de por medio, un colchón económico que permita tener la maquinaria adecuada y diversificar los cultivos, las dos claves para minimizar gastos pecuniarios y de tiempo y no quedarte en bragas cuando alguna plantación se estropea. En ese sentido el campo, a pesar de la visión romántica con la que nos han enseñado a mirarlo, no tiene ninguna diferencia con cualquier otro sector económico en este sistema depredador en el que, cuanto más tengas, mejor te irá siempre. El dinero llama al dinero, de modo que son los grandes tenientes del campo berciano de quienes hablamos en el anterior post [los que poseen castaños, y además frutales, y además huertas en intensivo, y además viña, y además colmenas, y encima tiempo de sobra, ingresos fijos en forma de pensiones, subsidios y demás familia (nunca mejor dicho en esta tierra donde la parentela en su concepción extensa funciona como grupo de afinidad y mano de obra colectiva)] los que pueden obtener año tras año buenos réditos del campo, porque, si un cultivo les va mal una temporada, siempre habrá otro que les compense las pérdidas y alguna máquina o tecnología que comprar a tocateja y evitar a tiempo las pérdidas. De esta forma todos los años se aseguran una plusvalía y la posibilidad de hacer nuevas inversiones comprando tierras abandonadas y taponando de paso al futuro a gente como nosotros.
La imagen del emprendedor que deja su actividad anodina y oficinesca en la ciudad y consigue vivir dignamente y feliz trabajando en la esspaña vaciada es tan falaz y tramposa como la de un negro que llega a presidente de la mayor potencia mundial o la de un multimillonario que empezó vendiendo batas en un mercadillo.
De momento, veremos a ver si esta huerta se recupera del granizo o si nos tenemos que ir con la música, a un sitito que hemos visto aquí justo al lado.

July 5th, 2020 — General
Remolacha de mesa, repollos, espinacas, los últimos guisantes, deshidratados de manzana, tomate cherry, calabacín y setas cantharellus, y conservas de pepinillos en vinagre, puré de pera, mermelada de cerezas con flores de saúco y pasta de tomate cherry seco.

June 8th, 2020 — General
Guisantes, habas, repollos corazón de buey, romanescus, lechugas hoja de roble y remolachas, junto a los deshidratados de calabacín, cherry, cantharellus y manzana, y las conservas (habitas fritas en aceite de oliva, pasta de tomate cherry deshidratado, mermelada de tomate verde y repollo al natural) para nuestro primer mercado con mascarilla.
May 3rd, 2020 — General
A estas alturas nadie podrá discutir que el principal resorte para activar los recuerdos en el ser humano son los virus. Especialmente unos con forma de corona que le hacen temer a la muerte y por consiguiente rememorar, como si no fuera a haber un mañana, vivencias, escenas de películas, paisajes, lecturas e incluso seres queridos, o por lo menos seres que alguna vez lo fueron, queridos.
El segundo resorte más importante para convocar recuerdos son sin duda los olores.
Pues bien, en la zona del Bierzo Occidental donde vivimos, que linda con O Courel y la sierra de Ancares, llegamos a una parte del año donde las sensaciones olfativas se disparan. Esta tierra pizarrosa, negra, cuando llueve y hace calor, huele muy fuerte, muy ácida, completamente distinto al apacible olor que desprendían las tierras calcáreas o arcillosas de nuestra infancia en Castilla las pocas veces que a partir de mayo llovía. Los limacos oscurísimos se multiplican aquí estos días en cada morrillo del camino, los cuervos hacen ruidos extraños peleándose por diosabe qué por los aires, los tallos fosforescentes de los helechos nuevos se desenroscan por los bordes de los caminos como dedos de lazarientos y los rayos calientes de un sol al que ya no estábamos acostumbrados empujan tenebrosas brumas por las laderas de los montes hacia los ríos después de cada chaparrón, al amanecer y cuando sale la luna.
Dentro de esas brumas, como concentradas, se vienen esencias de la flor de la retama negra (aquí “xestas”), de los taninos de las cortezas y de las hojas podridas de nogales y robles, o de los líquenes, que también huelen mucho en esta temporada, todo ello mezclado con esa inconfundible base de efluvio úrico que hierve de estos viejos sustratos de pizarras desde la Era Primaria. Y cuidado si una de esas bombas de perfume en atmósfera saturada te alcanza estando de caminata por el monte: la sensación puede llegar a ser mareante.
A mí, cuando mi pituitaria percibe estos potentes olores de primavera pasada (por agua), inmediatamente me vienen a la mente dos cosas: una, la primera vez que entré en un bosque húmedo tropical, en concreto uno en el curso alto del río Pance, subiendo a los Farallones que vigilan la ciudad de Cali, y dos, que tengo que ir a recoger ya los rebozuelos.
Allí en la cordillera que separa el valle del Cauca del océano Pacífico seguro que el aroma de frutos silvestres, flores, materia en descomposición y hongos de todo tipo era infinitamente más potente, por eso me impresionó tanto en mis tontos veinte años. Pero bueno, los recuerdos son así de caprichosos y en mi cerebro el olor de la mal llamada “montaña” berciana cuando llueve a finales de abril o mayo [o junio o julio, como hace dos años] está asociado con el de la selva colombiana. Eso sí, cuando encuentro la primera cantharellus cibarius se acabaron las asociaciones sensoriales, las sinestesias primaverales y su putamadre nostálgica: ya todo me huele, se me figura y me sabe a bendita cantharellus cibarius.

Y es que estas ‘cantaritas comestibles’, que así de prosaico es su nombre latino traducido al castellano, son un hongo excepcionalmente atractivo para nuestros sentidos sentidos. Lo primero por el momento del año especialmente sensible en que aparece: unos días muy concretos, con el verano a la vuelta de la esquina, pero con esa agua de mayo que por aquí no es tan benefactora para la agricultura como en la Meseta refranero-céntrica, sino que, por el contrario, se vuelve un elemento medio neurasténico, pues nos hace retrasarnos en el laboreo y la plantación de la huerta de verano, y al mismo tiempo, o quizá por ello, psicológicamente nos lastra, nos atasca, impidiendo que soltemos definitivamente el bagaje que traemos acumulado de los últimos seis meses: básicamente frío, oscuridad, confinamiento y venga lluvias.
Por describir un poco los sentidos a los que estas setas transversalmente apelan, empezaríamos por decir que las cantharelli tienen un color naranja impresionante, cuyos matices sobre el suelo se olvidan de un año para otro, pero que cuando vuelves a distinguirlas ya no hay soto de castaños que no sepas si tiene o no rebozuelos con una simple ojeada a cien metros de distancia.

Luego está la textura, el crujido cuando las sacas de la tierra, la robustez al tacto, que las hace ideales para deshidratar, para congelar y para cocciones largas sin que pierdan su tirantez ni su forma.
Mención aparte, por supuesto, se merece su aroma. ¿Qué podríamos decir del aroma? Las guías micológicas están llenas de poéticos nombres para los olores de las setas: que si esta tiene el toque de la almendra amarga, que si la otra es de un perfume ciánico, que si la de más allá huele seminal o rafanoide. Pero con las cantharelli se quedan siempre cortos. Afrutado, afrutado, ciertamente no es a lo que huelen. Huelen a melocotonazo. Y cuando digo melocotón superlativo no me refiero a esas frutas bonitas, ecológicas, que desde Murcia llenan las cestas de los grupos de consumo en la parte más pop del verano y de las que la gente tautológicamente dice que saben y huelen a lo que son. Más bien me refiero al ftalato del Pronto jabonoso que utilizaban las madres de los ochenta para limpiar y dejar relucientes los muebles de madera o chapa-ocumen. En realidad el olor de las cantharelli, y más cuando se te juntan ya unas cuantas en la cesta, es tan increíble que parece de artificio. Lo invade absolutamente todo, el monte, tu casa, la ropa, el lecho conyugal y hasta a los niños.
De hecho, me acuerdo muchísimo de cuando nuestro hijo tenía dos o tres semanas de vida. No había manera de que durmiera si no era bien embutido en el fular y con el bamboleo de un progenitor trotando cochineramente o, por lo menos, caminando a buen paso. Yo muchas veces aprovechaba la coyuntura y salía pitando con el crío a cuestas a recoger cantharellus. Cuando empezaba a desperezarse anunciando una nueva sinfonía de lloros, volvía corriendo a casa. Ya podía traer una sudada de mil demonios, o a veces una buena caca en el pañal, o algún bonito regüeldo de lactante sobre mi pecho, o simplemente su dulce cogote de recién nacido contra mi nariz de padrazo vasodilatado. Daba igual todo: a lo único que olía el mundo era a las setas que traíamos en la cesta; un olor que luego invadía la cocina al quitarles la tierra y, por supuesto, la tierra entera al cocinarlas. Porque nos faltaba por decir que estas setas, lo mismo a la plancha que confitadas, guisadas con carne, con queso, con huevos, frescas o rehidratadas, tienen un sabor exactamente idéntico a lo que huelen: a afrutado melocotonazo.
Fruity huge peach en inglés del meridiano.

Por otra parte, y al margen del tema de los olores, la seta cantharellus cibarius tiene otra característica maravillosa. Es un perfecto termómetro para calibrar el grado de capitalismo destructor que acecha su entorno. Un semáforo en ámbar, nunca mejor dicho, que puede dar paso, bien al verde natural de la hierba del estío o al rojo infernal del agostamiento químico, de la destrucción, del neoliberalismo ecocida. Me explico.

Las chantarelas nacen principalmente en sotos de castaños. Es verdad que alguna vez las he recogido en bosquecillos de robles relativamente viejos, con ejemplares que podrían tener cincuenta o setenta años, pero esos bosques siempre están contiguos a sotos de castaños que, aunque se los vea plantados en fila como un cultivo más, son considerablemente más viejos que los propios robles. O sea que el micelio se tuvo que haber extendido ladera arriba hacia el bosque de planifolios desde los castaños de cultivo y no viceversa. Lo que significa que la simbiosis entre los castaños y las cantharelli es absoluta en estas tierras y el hecho de que los frutos de los primeros sean la principal fuente de capital acumulable que sale de nuestra aldea hace que las segundas (que de momento a nadie le llaman la atención económicamente) puedan resultar interesantes como reflejo de las distintas maneras de obtener esa riqueza y distribuir su plusvalía.
Por lo que yo he observado, las cantharelli son extremadamente versátiles en su capacidad para aflorar cuando las condiciones climáticas le son propicias, casi tanto como lo es su carne desde un punto de vista culinario. No les atacan babosas [aquí alimachas] ni larvas de ningún insecto. A los corzos, porcotexos [tejones] y jabalíes les debe atraer algo su aroma o su color en las noches claras, porque a veces encontramos las setas tumbadas en zonas hozadas o pisoteadas con sus huellas, pero está claro que no se las comen. En general por aquí las chantarelas salen en terrenos orientados al sur; sin embargo, también en un par de sitios las he encontrado mirando completamente hacia el norte. Les gustan los suelos con mucho humus y sedimentos, bien drenados, como a casi todos los hongos, pero también las he visto salir tan campantes en terrenos horriblemente pedregosos, con poco o nada de mantillo y hasta encharcados. Incluso en sotos quemados pocas semanas antes de su floración, las cantharelli vuelven a aparecer tozudas. Pero a pesar de esa increíble adaptación al medio, donde sí que no salen bajo ninguna circunstancia es en suelos labrados o en terrenos que alguna vez han sido sulfatados con glifosato.

Eso quiere decir, en la práctica, que los rebozuelos más hermosos, los de tallo alto y sombrero lúbrico bien limpito, nacen en los sotos de castaños que pertenecen a gente cuyos padres o abuelos nacieron y vivieron aquí y que vienen por diversión en familia a recoger las castañas un par de veces en la temporada, a veces desde ciudades lejanas. Son castañas para autoconsumo o para regalar a otros familiares y amigos. Por eso nunca acaban de recogerlas todas, rastrillan poco o nada los erizos, no avientan las hojas con sopladores ni ningún artilugio parecido, tampoco desbrozan la hierba en verano para tener el soto como un campo de fútbol cuando empiezan a caer en octubre. Las propias hojas y erizos que se depositan cada otoño sirven para contener la aparición excesiva de gramíneas y ese mantillo que se acumula y va integrando año tras año en estos sotos digamos recreativos es el hábitat predilecto de los rebozuelos. Las cantharelli bonitas se llevan bien con la gente que no es agonías.

Las setas más pequeñitas, las que hay que limpiar a conciencia porque vienen más embarradas, en general proceden de sustratos bajo castaños que ya sirven para la explotación comercial. La cosecha de las castañas en estas fincas se sigue haciendo muchas veces en familia, pero con un fin marcadamente crematístico. En los almacenes de la zona compran al peso las castañas frescas a un precio que sigue subiendo cada año a medida que la demanda internacional aumenta (0,70-0,75€ /kg hace 6 años cuando vinimos y entre 1,10 y 1,25 este último año). Con ese valor en el mercado mayorista, gente que vive en otros pueblos grandes de la comarca o en la capital Ponferrada y que tenía los castaños medio abandonados en nuestro pueblo ha vuelto a interesarse por ellos, porque les proporcionan un importante sobresueldo en B durante las cuatro o cinco semanas de octubre y noviembre que dura la campaña. Esa gente controla bastante cantidad de árboles: los del abuelo y la abuela, los de los tíos-abuelos, los de algún pariente en Barcelona que ya no viene nunca al pueblo… Por eso, a pesar de que muchos se toman las vacaciones en sus puestos de trabajo para hacer la campaña y meterse en el bolsillo un pellizco equivalente a varios salarios mensuales; a pesar de que van a las castiñeiras desde que dios amanece hasta que anochece, llueva, nieve o haga sol; a pesar de que suelen ser gente relativamente joven en buena forma; a pesar de que no les duelan prendas en poner a currar a los niños si hace falta; a pesar de todos esos pesares, muchas veces se ven apurados de tiempo, sobre todo si la temporada es buena, para recoger tal cantidad de dinero que se les cae por los suelos. Por eso rastrillan y avientan las hojas y los erizos al menos una vez a mitad de la cosecha, para en la segunda mitad no perder tiempo seleccionando entre los erizos llenos y los que están vacíos. Además desbrozan en verano, para que no haya ni una brizna en octubre y noviembre, no vaya a ser que los dedos de las manos se les entretengan rebuscando castañas entre tabones de hierba. Algunos, en días soleados de invierno, vuelven al pueblo para amontonar y quemar todos los restos de la cosecha y, si el fuego se les descontrola, se van corriendo a sus casas en zonas residenciales del Bajo Bierzo y a ver quién va a decir que han sido ellos en esta microsociedad de engrasado clientelismo y mejor me callo no sea que un día me pase a mí y el hijo de fulanito no me deba el favor de su silencio. Lo importante es que cuando llegue el tiempo de las castañas maduras, esas bolitas brillantes por las que las urracas de los intermediarios te darán hasta treinta euros si se las llevas en un saco entero, ellos no vayan a quedarse sin recoger alguna de las que, por una cuestión de derecho consuetudinario, consideran que les pertenece.
Las setas cantharelli, que como hemos venido diciendo tienen un estómago de lo más agradecido, aún sobreviven en los terrenos de este tipo de propietarios bastante enojosos. Aunque por mayo la superficie esté bastante pelada de detritos orgánicos (que no de guantes de goma, botellas de cerveza o envoltorios de bocadillos), el micelio entre las raíces de los árboles que con amor plantaron los antepasados de esta gente aún debe estar sano y por eso, por un poco de dignidad o esperando tiempos mejores, se diría que las setas todavía aparecen, eso sí más pequeñas y engurruñadas de lo que deberían. En resumidas cuentas, las cantharelli se llevan mal, pero conviven, con los capitalistas obreros.

Con quienes las setas se llevan a patadas hasta el punto de que ya no nacen ni por descuido en sus soutos es con los grandes plutócratas. A lo mejor alguien está esperando oír hablar de multinacionales italianas o belgas con maquinaria monstruosa y fumigaciones devastadoras, metidas a saco en el suculento negocio de las castañas bercianas con sus complejas redes de tributación offshore. Pues no. De momento por aquí no se han visto empresas de esas. Los grandes plutócratas, con su monstruosa maquinaria, fumigación devastadora de RoundUp de Bayern-Monsanto y tributación offshore (o sea todo en negro) son señores jubilados. Avarientos jubilados asquerosos para ser más exactos. Gente que no tiene ninguna necesidad económica pero sí el afán por seguir compitiendo con el vecino de al lado para cosechar más castañas que nadie y convertirlas en moneda fiat que vaya directamente a aumentar los numeritos que le salen en la libreta del banco, esa que actualizan cada vez que van a la ciudad, porque no saben hacer otra cosa mejor con su vida y con su riqueza que acumularla. Como decía Bakunin sobre la producción capitalista y la especulación de los bancos, estos sujetos sienten la obligación de “ampliar sin cesar sus límites en detrimento de las especulaciones y las producciones menos grandes” (1). Hablamos de hombres que a un primer vistazo o fin de semana de turismo rural parecen entrañables, humildes o incluso inmersos en una fase connatural de decrecimiento económico. Comen de sus propias patatas, hablan a voces, hacen sus chorizos y sus orujos de sabores. A veces hasta te invitan a uno. Pero en la práctica, cuando convives con ellos, resultan ser personas más ambiciosas y miserables que un CEO de Repsol o de Amazon. Bueno, miento: más no. Igual de ambiciosos y miserables. Simplemente si no han llegado a ser grandes empresarios con muchos trabajadores explotados a su cargo es por no haber tenido la oportunidad o la pericia, porque las malas mañas, la taruguez y la ideología ultracapitalista las comparten idénticas. A lo mejor es precisamente por eso, porque no disponen de personal al que exprimir a diario (que es lo que realmente les proporcionaría la mayor satisfacción), por lo que pagan su frustración exprimiendo el medio en el que viven. Y lo mismo que los directivos de bancos o grandes trasnacionales tienen todo el dinero del mundo para pasar por encima de quien sea o de lo que sea con el fin de alcanzar sus deseos siempre irrealizables, estos jubilados tenedores de la mayoría de los castaños en nuestra aldea, disponen de todo el efectivo para comprar más y más terrenos cuando les dé la gana, plantar más y más castaños siempre que quieran, agenciarse tractores de último modelo con los aperos más descomunales para labrar absurdamente los sotos y tenerlos todos “limpios” como albero de plaza de toros, o en el peor de los casos para fumigar cubas enteras de glifosato con que envenenar el suelo y los acuíferos de varias generaciones, de modo que no solo ya no salga nunca más la cantharellus cibarius, sino los propios castaños centenarios y hasta milenarios se acaben enfermando y cayendo de tanto destruirles las raíces superficiales [luego le echan la culpa al chancro o a la avispilla].

Son varones jubilados que trabajaron como animales en Suiza, en Francia o por aquí en la mina, que ahora cobran suculentas pensiones que darían para vivir dignamente a dos familias numerosas cada una, pero que en vez de disfrutar de su retiro estándose en casa leyendo el periódico, paseando con la esposa, o cuidando a los nietos, no saben parar el carro y se morirán trabajando para mostrar que la tienen más gorda que la del de al lado, la cuenta del banco. Las cantharelli, como nosotros, ya no soportan a estos seres despreciables. Prefieren no brotar más antes que conocer tal miseria espiritual y se acaban yendo a micorrizar a otra parte.
Muchas veces los anarquistas [o a los que nos gustaría serlo] pecamos de elitistas al pensar que el capitalismo salvaje es cosa de grandes terratenientes, bien nobles rentistas por herencia o bien burgueses multimillonarios hechos (sinvergüenzas) a sí mismos, ambos vinculados en su idiosincrásica corrupción a los poderes estatales o supranacionales. Mientras, consideramos que todo obrero es un potencial anticapitalista al que simplemente le falta una pequeña agitación externa de su conciencia para volverse un compañero de lucha. De tanto hacerle caso al príncipe Kropotkin en su observación naíf de las comunidades humanas y los animalitos, acabamos perdiendo el norte y creyendo que cualquier persona de natural está dotada de capacidad para ejercer la solidaridad, el apoyo mutuo o imaginar la justicia social. Y si para colmo esa persona pertenece a la clase obrera, fue minero o migrante económico, y a día de hoy sigue trabajando todo el día en un entorno rural donde en su infancia conoció de facto la colectivización de la mano de obra [aquí fazendeiras] y la autogestión política concejil, entonces para qué te cuento: la bonhomía y hasta el carácter revolucionario parece que se los suponemos.
Sin embargo cuando habitas dentro de ese entorno te das cuenta de que eso no es cierto, o en buena medida no lo es. Una persona a la que desde los seis años han obligado a sacar a las vacas por el monte con un mendrugo de pan y un cacho de unto para todo el día, a la que a los doce años han forzado a meterse por agujeros minúsculos para ir abriendo galerías en las minas, a la que a los dieciséis o dieciocho han hecho emigrar a un sitio desconocido donde no entiende nada de lo que pasa, y que a los veinte ha vuelto de visita por su pueblo con un coche y un tocadiscos cuando los demás continuaban andando con sus carros de bueyes y sus panderetas, por desgracia no suele ser nadie capaz de plantearse otro sistema económico que el del libre mercado, la competitividad y la acumulación de la propiedad privada. Es, más que un potencial activo humano en defensa de lo común, el caldo de cultivo perfecto para el peor individualismo. Más que un custodio del territorio, un convencido ecocida. El problema es que a nosotros, los que quisiéramos ser libertarios, nos cuesta reconocer que el capitalismo, el culto al esfuerzo personal en un ambiente laboral y vital hostil donde el que tienes al lado en el tajo y hasta el vecino de tu pueblo se convierte en enemigo a batir, es una ideología francamente accesible, facilona, casi nomológica, o por lo menos mucho más apta para ser abrazada por un irresponsable al que la dureza del trabajo ha desprovisto de corazón que ningún comunismo autoritario, o mucho menos uno horizontal y asambleario. Autores como Rudolf Rocker sitúan la pérdida de ese “sentimiento moral de la responsabilidad del obrero (…) ante el hecho de estar él mismo forzado a figurar también соmо engañador de sus compañeros de clase a causa de la naturaleza у el modo de su actividad productiva” tan pronto como en 1871 en Francia, con la represión de la Comuna de París, y en España en 1873, “después del sometimiento de la revolución cantonalista” (2). Después de aquellos acontecimientos sangrientos que minaron para siempre la conciencia moral del obrero con respecto a su propia fuerza de trabajo, solo procesos revolucionarios profundos y en cierto modo impuestos de manera exógena en momentos históricos muy concretos han hecho que el obrero haya violado la norma y haya empezado a ser otra cosa ideológicamente que un peón del capitalismo salvaje. Llegados al día de hoy, con la propaganda estatista y capitalista abrumadora en los medios de comunicación, si albergamos todavía la ilusión de encontrar excepciones dentro de la burricie capitalista generalizada entre la clase obrera, antes que fijarnos en los antecedentes sociopolíticos o históricos de un colectivo humano dentro de un territorio, deberíamos empezar buscando más bien un poso de sensibilidad personal, una capacidad psicológica para la empatía, cierto amor por la naturaleza y por el prójimo independientemente de si pertenece o no a la familia. En definitiva, tendríamos que fijarnos más en ese algo difícil de describir que en un momento en la vida hace a un humano pararse a pensar qué coño está haciendo con su fuerza de trabajo y que en general no tiene nada que ver con la pertenencia a ningún grupo o clase social, o ya no digamos a una región o comarca. Y un buen ejemplo para probar que hoy en día las circunstancias que pueden convertirse en un germen de pensamiento antisistema en un trabajador no vienen dadas por ninguna pertenencia histórica, social o territorial, sino por una sensibilidad en el plano más íntimo son estos pensionistas avasalladores con los que nos hemos encontrado constantemente en las diferentes localidades bercianas donde hemos tenido cedidos frutales o viña [Villadepalos, Paradela del Río, Rimor, San Fiz]: nunca se te acercan para aportar un consejo sincero sino para dar lecciones o ridiculizar tu trabajo, nunca te hablan para interesarse por tus atributos, sino para demostrarte que ellos los poseen en grado más alto. De poco sirve que conocieran de primera mano el potente contexto sociohistórico de una organización política asamblearia que funcionaba, porque la sumisión que les impusieron padres y patrones en el ámbito doméstico y laboral se les fue convirtiendo a lo largo de su vida en un afán desmedido por tener sometidos a otros, justificándolo con los principios ideológicos del capitalismo más refinado; a saber, que el trabajo duro dignifica a las personas y que al final concede su recompensa individual a quien lo practica. Aquel reparto comunitario de la fuerza de trabajo que se hacía en tu pueblo cuando eras pequeño, aquellos servicios públicos que, ante la total ausencia del estado en estos parajes recónditos, se cubrían mediante la solidaridad y el mutualismo entre vecinos, y aquella toma de decisiones asamblearia que viste con tus propios ojos en el concejo abierto, lo considerarás un atraso. La superación personal, el tener un tractor más grande que el de al lado y el caciquismo representativo el progreso.
Y por eso mismo, si en el final de tu vida alguna vez te encuentras a un tipo con una cesta buscando setas por el campo, ningún interés humano te suscitará el hecho de conocer esas criaturas nacidas de la naturaleza: me refiero al recolector de setas y a las propias setas. Tu cabeza simplemente se devanará pensando dónde puedes encontrarlas más grandes, a cuánto se vende el kilo de ellas, o destruirlas todas para que nadie más ose aprovecharse de algo que estrictamente no sean tus sobras.
Bakunin, Mijaíl. Estatismo y anarquía. Buenos aires: Utopía libertaria, 2009. P. 19.
Rocker, Rudolf. La responsabilidad del proletariado ante la guerra. Móstoles: Madre tierra, 1991. Pp. 17 y 20.
April 25th, 2020 — General
El otro día no sé quién mandó a un grupo de whatsapp un vídeo de un tipo arrodillado en la hierba. Antes de abrirlo, al ver la imagen lo primero que pensé como gilipollas fue: a otro que le ha tocado escardar las zanahorias. Luego resultó que era un señor, creo que un jugador famoso del Liverpool, que estaba matando el aburrimiento de su cuarentena cortando con unas tijeritas el césped del patio de su chalé. Le parecía gracioso.
El lapsus ocular debió ser por la manía que le tengo yo al clareado de las zanahorias, sin duda una de las tareas más tediosas y dolorosas que puede dar una huerta, estemos confinados o no lo estemos.
No sé por qué, la daucus carota sativa tiene un primer desarrollo lentísimo. Eso la diferencia incluso de otras apiáceas primas hermanas suyas, como la cicuta o el hinojo silvestre, de las que también tenemos algunas invasoras en la huerta y a las que cuesta un mundo quitar de en medio al poco de haber aparecido porque tienen una raíz muy profunda (como la de las zanahorias) y además les crece a toda mecha.
En favor de las zanahorias sí que hay que decir que poseen una característica muy positiva, que ya nos gustaría que tuviera la mayoría de las otras verduras y hortalizas: aguantan estupendamente el frío e incluso las heladas, y se pueden conservar en tierra incluso hasta el invierno siguiente, porque, por lo que yo he visto por aquí, si están bien regadas y no sufren demasiado estrés térmico o hídrico en el verano, no suelen espigar hasta el segundo año. Yo he llegado a sacar de la huerta alguna carota olvidada un año después de haberla sembrado, y aunque estuviera algo fibrosa y cuarteada, se podía comer perfectamente. Eso me gusta a mí pensar que es el recuerdo que les queda a las zanahorias de sus ancestros en los páramos afganos de donde al parecer procede la variedad silvestre: tanto frío pasaron sus abuelas en aquellas estepas desangeladas los inviernos que no van a ponerse a sufrir ahora por un par de grados o tres bajo cero que pueda haber en el Bierzo o en los Ancares en las noches de febrero. Y tanta sed les hicieron aguantar en aquella durísima meseta afgana, seguro que ya desde el principio de las primaveras, que a poco que las riegas aquí en los veranillos suaves, ellas se animan a darse el gustazo de vivir un año más de regalo.
En fin, que gracias a esa interesante resistencia al frío y a ese carácter bianual suyos, las zanahorias se pueden sembrar perfectamente en lo más crudo del invierno [yo lo hago a la primera tregua que me dan las lluvias en enero o febrero], sin tener ningún miedo a que los germinados se vayan a echar a perder. En zonas de secano de la Península, con climas más extremos y por tanto más probabilidades de heladas primaverales, ya Gabriel Alonso de Herrera, en su Libro de agricultura de 15131, decía que “la mejor sementera [del anís y del comino, otros primos carnales de las zanahorias] es por febrero y marzo”. O sea que yo tan mal no debo estar haciéndolo basándome simplemente en la observación. Lo que pasa es que tardan tantísimo en brotar las hijasdeputa que, cuando quieren hacerlo, la superficie está ya tupida por las gramíneas y las papaverales típicas de los primeros calorcillos de la primavera, y lo que es peor: el suelo está ya entramado por los raigoncillos de esas mismas malas hierbas a las que les gusta tanto como a las hortalizas nuestro abono ecológico de oveja. Si no hago este primer engorroso apicado (como llaman aquí al trabajo con el escardillo o “picacha”) ahora en marzo o abril, el rizoma de la zanahoria, que más que ninguna otra hortaliza requiere un terreno suelto y mullido, nunca engordaría ni profundizaría lo necesario. O sea, que si quiero comerme algún ejemplar de buen tamaño durante el verano, el otoño o incluso el invierno siguiente a la siembra, resulta imprescindible despojarlas cuanto antes de sus molestas competidoras.
Ya sé que alguno me dirá que no hay hierba que sea mala, que no es necesario quitar los hierbajos de la huerta, que ellos diversifican el ecosistema hortícola, atraen mayor variedad de insectos polinizadores, hongos parasitarios y sus respectivos seres antiparasitarios, y que Fukuoka mordisqueaba zanahorillas como dedos de gnomo y le sentaban muy bien. Todo eso debe ser cierto, pero yo necesito zanahorias gordas para preparar en un pispás los purés del crío en verano, para los socorridos sofritos de todo el año y para vender el excedente en los mercados. Y por la simple observación también me ha parecido comprobar que la mayoría de los que dicen eso de que no hay que quitar la mala hierba ni cuidan una huerta verdaderamente variada ni tienen niños por ahí cerca que se la gocen con unas zanahorias bien chulas.
A falta de hacer la prueba con el bancal permanente de la permacultura, que por lo que he leído y visto tiene muy buena pinta, he intentado varias técnicas dentro de la agricultura ecológica que me han recomendado por ahí para evitar o por lo menos minimizar el enojo del escardado primaveral de las zanahorias, pero ninguna me ha resultado. Por ejemplo, un año probé a echar la simiente en arena bien abonada [se quedaron enanas las pocas que salieron], otra vez rastrillé la tierra cuando empezaron a aparecer los hierbajos y todavía no habían brotado las zanahorias [debí arrastrar las semillas o los germinados y se me fueron todas las zanahorias a vivir hacinadas en dos o tres puntos de la línea], también moví las plántulas a un terreno recién labrado [me salieron zanahorias retorcidísimas, o dobles y triples, muy bonitas de ver, pero horriblemente difíciles de lavar], y el año pasado eché paja para evitar los hierbajos [quítame allá ese invento, que al final acabé teniendo que apartarla para arrancar las malas hierbas que, aunque no en tanta cantidad, siguieron saliendo de todas formas].
Lo ideal sería evitar que las semillas de plantas que no queremos cayeran en nuestra huerta durante el verano, algo que se podría conseguir arrancándolas incluso a finales de la temporada de cosecha, cuando ya no compiten con nuestras hortalizas, pero al fin y al cabo las huertas que yo tengo cedidas u okupadas, en su mayoría, están en terrenos rerrecuperados al monte, por lo que la posibilidad de evitar que millones de semillas volantes no identificadas invadan la tierra cada verano es completamente despreciable.
Así que aquí me encuentro todas las primaveras, tirado en el suelo sacando pelito por pelito las hierbas que molestan a mis zanahorias y acordándome durante largas horas de esos futbolistas que simulan en el pasto y de esa gente que de vez en cuando se acerca a mi puesto en los mercados, me pregunta cuánto valen los manojos de esas raíces anaranjadas que a veces llevo, y se van pensando que soy definitivamente gilipollas, no por imaginarme que todo el mundo que se agacha en la hierba está escardando, que también, sino porque balbuceo, me rasco la espalda, toso y al final creen haberme oído decir por lo bajo que no sé cuánto vale mi jodido manojo.
1. Alonso de Herrera, Gabriel. Libro de agricultura, que es de la labranza y crianza y de muchas otras particularidades y provechos de las cosas del campo. Toledo: En casa de Juan Ferrer, 1551. fol. XXI.
April 14th, 2020 — General
Anteayer escuchamos por primera vez al cuco ahí abajo en la vega del Barjas. Las viejas por aquí dicen que aún queda por llegar “a neve do cuco”, la que jode los frutales y las patacas, pero nosotros nunca vimos helar ni nevar aquí después de escuchar al cuco. El cuco es en general más listo y más sabio que por aquí las viejas. Además, ayer vimos la primera golondrina y recogimos las primeras fantasmitas (“orchis italica”, una orquídea silvestre con flores francamente fantasmosas). Para nosotros, que ya vivíamos un poco confinados del calendario y la humanidad, ahora sí que ha empezado una nueva época. En la huerta las hierbas con las que hacemos las ensaladas de primavera (cilantro, perejil, menta, estragón, rúcula, espinaca) de momento conviven felices con las fresas en flor y los rabanitos. A las cebollas tiernas (aquí “puerros”) les está costando echar raíces y engordar, pero seguro que lo harán en cuanto salga el sol después de estas últimas lluvias. A los repollos y romanescus que nos vamos comiendo les dejamos el tronco en tierra para que los brotes que les van naciendo nos sirvan para completar las ensaladas. Entre medias lechuguitas hoja de roble que ocupen su espacio cuando las brasicae se cansen de dar retoños a lo tonto. Los guisantes entutorados con los restos de poda de los frutales van echando zarcillos como locos. Los hermosos puerros (aquí “ajopuerros”), como sambernardos supervivientes al invierno, todavía no espigan y los dejamos seguir creciendo un poco más arriesgándonos a perderlos en tránsito a las alturas cualquier día que apriete el sol más de la cuenta. En unos días empezaremos la primera cosecha importante del año: las habas (aquí “faba galega”), donde las hormigas ya han colocado como cabronas sus rebaños de pulgones. Hay bastantes mariquitas este año en las dos huertas donde tenemos habas, pero no podrán comerse tantos pulgones. Perderemos la tercera parte de las vainas, como los últimos años, pero habremos nitrogenado el suelo para el verano, ahorrado jabón potásico y olor a peste con el purín de ortiga. Las patacas van francamente bonitas. Falta un mundo para la anarquía.
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Orchis italica
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Fresas
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Ajos, cebolletas y romanescus
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Repollo corazón de buey y guisantes
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Guisantes
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Habas
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Patácratas